Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid, 1930

Hace algunos días, pilotando mi nave a través de los procelosos mares de internet, avisté, como si de un islote de insólita presencia se tratase, un Blog hermoso, lleno de hermosas imágenes antiguas. Me quedé con una curiosa crónica de 1930 firmada por Novais Teixeira aparecida en la publicación Ilustração , «la revista portuguesa de mayor tirada y difusión», según se anunciaba en la portada.

La crónica de la que hablo se centra en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1930, celebrada en Madrid, en el Palacio de Cristal de El Retiro, y en ella el crítico se explaya en apreciacones y juicios acerca del certamen y de paso hace un recorrido por lo que él considera las aportaciones más relevantes. El texto me parece interesante por cuanto se trata de una publicación portuguesa que trata de una manera muy cercana un acontecimiento español. Por otro lado, muestra un elenco de artistas españoles del momento en pleno proceso de producción. El lenguaje utilizado por el crítico posee la retórica propia de los textos del género y se recrea en la admonición de los métodos y del proceder del «stablishment» académico de los miembros del jurado a los que rechaza como tales.

La colección de la que proceden estas páginas de la revista Ilustração está siendo recogida por Mariana en su blog Ilustração Portuguesa cuyo contenido es simplemente una maravilla. Ignoro el tiempo que dedicará Mariana a escanear tanta revista antigua y tan copiosas ilustraciones, pero sólo la enormidad del resultado y la bondad del gesto de rescatar tanta vida pasada haciéndola presente, creo que son escusa más que válida para realizar el esfuerzo.

Agradezco a Mariana por haberme dejado tomar prestado parte de su trabajo para alimentar el mío.

Lo que sigue a continuación es el texto íntegro de la crónica de la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid del año 1930. Los textos originales se pueden leer directamente de las páginas que ilustran el texto.

«A semejanza de años anteriores, en este año de gracia de 1930, de relativa gracia para los destinos españoles, la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid no correspondió, en la visión de su conjunto, al exponente que España acusa después de hecho el cómputo de sus realizaciones plásticas. El termómetro, lejos de marcar la temperatura del ambiente, daría al espectador desprevenido una idea inexacta, por desvirtuada, de la actual realidad artística del país que se presenta con los bríos de los mejores tiempos.
Se diría un parlamento anodino donde faltase, por la irregularidad del censo, la representación de los mejores organismos nacionales y del cual se desinteresase la atención colectiva, dejándolo entregado a sus propios destinos.

La organización de estos certámenes de primavera les imprime un carácter otoñal y lúgubre, que se acentúa mucho más en las exposiciones nacionales españolas con su ritmo de caer las hojas sobre el desolado Palacio de Cristal que contrasta con la estridente exuberancia de los famosos jardines de El Retiro. Las normas oficiales, siempre obsoletas en relación a la generación artística que pasa, y que traen siempre implícitamente, por la naturaleza evolutiva del propio arte, unas normas que ya no son normas para la rutina imperante, que es la que regula y decreta, y ahuyenta al mismo tiempo la presencia de los verdaderos artistas.
A estas exposiciones hechas más para lisonjear la retina vacía de los turistas de tópicos que para satisfacer el deseo ávido de los buscadores de emoción, les falta aquella asimetría armónica y paradójicamente disciplinada –personalidades que se afirman unas e inconfundibles, en el ansia de un sueño común- que arroja relámpagos de improviso a las imaginaciones más robustas y satura de sensaciones inéditas los más claros entendimientos.

Arte conservadora podríamos llamar a eso que busca refugio en estos certámenes estériles, hallando así, de modo figurado, una designación formada por dos términos antagónicos, irreconciliables, por tanto. Pero, a penas de modo figurado, porque ni el Arte, que permanece actual al paso del tiempo -sentido de eternidad- puede ser conservadora, ni siquiera el conservadurismo admite en sí la fuerza terminativa y revolucionaria que torna viva la vida, fecunda la belleza, vigoroso el espíritu. Es por esto que el Arte existe siempre al margen de estos certámenes.

Ocurre en el Arte como en los pueblos… Pasa la caravana sobre los campos de cereales floridos, patas marciales que aplastan el fruto divino y no se escucha ni un grito de indignación… ¡Ni siquiera un quejido de dolor! ¿Quiere esto decir que los pueblos no existen? No. Los pueblos existen, pero existen al margen de estas caravanas.
¿Quién forma los jurados de las exposiciones Nacionales de Bella Artes? En general son los mismos de siempre. Es un galardón que se conquista por vía de la antigüedad sin gloria y de la córnea persistencia. Algo así como un premio a la decrepitud y a la obstinación. Como determinante ineludible, estas dos condiciones obligatorias: la respetabilidad de los años y la caducidad de las facultades artísticas. Jactos de juventud espiritual, que nada tiene que ver con la juventud de los años, y no está demás insistir en este punto, son manchas rebeldes que dejan el cuadro a perder.

Ha de ser todo, pequeño, mezquino, bien arreglado, todo en su lugar, sin un detalle de más ni de menos. Y cuando sopla un vendaval de talento que amenaza el viejo orden de cosas, álzanse al dios Apolo los brazos airados para que nos libre de las malas tentaciones. ¡Lucifer en figura de Dionisio! ¡Os conjuro! ¡Hay que mantener el orden ante todo y por encima de todo! Aunque el arte desfallezca de hambre… ¡Decididamente, estos jurados de las exposiciones Nacionales tienen alma de policía! De ahí un criterio de restricciones de orden criminal, un arremeter de ojo severo e iracundo frente a la gracia espontánea, el impulso de la sensibilidad libre, el salto heroico que lanza cuerpo y alma hacia los pies de Dios…»

«Esto da como resultado que las recompensas se concedan, no en función del valor intrínseco de la obra presentada, sino en razón directa de los centros oficiales a los que el pobre artista acudió y donde se malograron todas sus virtudes congénitas, si es que algún día las tuvo. Obras concedidas con personalidad propia son abortadas en su germen de forma despiadada. Personalidad –la del maestro, la de los compendios, la del modelo. Sólo ésta venga para la ambicionada recompensa.
Así, las medallas constituyen una promoción ascendente que se mide según las medallas ya poseidas por el candidato. Y quien no consiga entrar en la selección es inútil que alegue servicios del más alto mérito.
Incapacitado el jurado para aquilatar por cuanto a valores artísticos se trate, rígese éste siempre por las normas tradicionales, que apenas reconocen valores de orden cronológico, yendo consecuentemente a recaer la medalla, por vía de la norma, en cierto caballero que tiene con el arte esta relación tan simple: haber intentado entenderlo e interpretarlo a lo largo de años y años de infructíferas tentativas. De donde se concluye que el apetecido galardón lleva consigo el reconocimiento de la impotencia artística del concursante, sorprendida en flagrante reincidencia, lo que significa, como mínimo, una inmoralidad sin calificativo».

«Estas han sido las características dominantes de la Exposición Nacional de Bellas Artes, desarrollada en Madrid en este año de gracia de 1930.
Pero a pesar de todo, algunos nombres se salvan de este lodazal estético, libres de mácula, y hasta con honra y gloria.
Citaremos, entre ellos y en primer lugar porque así le corresponde en valía, el nombre de José Gutiérrez Solana que es, sin duda alguna, la afirmación más vigorosa dentro de la pintura española de nuestros días. Pintor de la mejor estirpe hispánica, en una modalidad que encuentra raíces en remotos ejemplos de la sensibilidad de la raza que, junto con Zuloaga, representa toda la tradición de la pintura española. Sin embargo, si con el pintor vasco aparece la influencia de un ambiente local ya reflejado en las grandes creaciones literarias de su País, dándole por vez primera una noble interpretación plástica, en Gutiérrez Solana alcanza, por vía de su temperamento extraño, las primeras manifestaciones estéticas del pueblo español. Hay en su obra sedimentos de todas los materiales que el alma de este pueblo fue depositando a lo largo de su tradición. Mas, de las más primitivas, de las más espontáneas, de las menos sacudidas por los vientos de otras culturas. La comprensión de la obra de Solana es, sin duda alguna, uno de los caminos a seguir para poder llegar al subconsciente de la raza ibérica. En un próximo número de la “Ilustración Portuguesa” dedicaremos a esta gran figura de la pintura española la atención que se merece.»

José Gutiérrez Solana, «Recogiendo a los muertos», 1937

«La gran revelación de la Exposición de este año fue el pintor Joaquín Valverde. Habiendo asistido a todas las escuelas profesionales y trillando siempre el mal camino hasta llegar a Roma, donde estuvo pensionado, como los peores pintores de todos los paises -las excepciones son tan pocas que no desmienten la norma-, pudo llegar por fin a puerto de salvación con el alma virgen después de tantos peligros que la amenazaran. Los Lagares es una obra de alto valor artístico que anuncia a España la gloria de un gran pintor. Así lo reconoció Juan de la Encina con su voz autorizada y lo reconoció también pintor tan ilustre y de tan vastos conocimientos de técnica pictórica como Juan de Echevarria, en un bello artículo crítico donde las cualidades artísticas del joven pintor fueron estudiadas con profundo conocimiento de causa.
Hay en la composición de esta tela cierta majestuosidad velazqueña, conciliándose, en todos sus detalles, la fuerza tradicional de una gran escuela de pintura con una visión perfectamente moderna.
Timoteo Pérez Rubio cometió, a nuestro entender, un pecado de lesa-lealtad, cediendo a transigencias que no pueden merecer su propia aprobación. Siendo uno de los pintores que hoy camina en la avanzadilla del arte de su País, donde conquistó un puesto destacado, se presentó en esta Exposición de Madrid con un propósito deliberado: someterse a la vulgaridad del ambiente. Felizmente para él, no lo consiguió. Su “Paisaje con animales” de bello sentido decorativo y que forma parte de una fase ya pasada en la vida artística de su autor, fue, a pesar de todo, un grito de buen gusto en medio de toda la mediocridad del certamen.
Más leal fue consigo mismo y con nosotros el elegante pintor valenciano Enrique Climent, que se mostró tal cual es, orgulloso de su independencia, sin preocuparse por aparecer tal cual como fue…
El retrato del “Dr. Blanco Soler” primorosamente dibujado y de sutilísimas gamas en su cromática transparencia, es, por decirlo así, el trasunto de nuestros días, con expresión actual, de la preocupación temática de los pintores primitivos. Del mismo modo, en el estudio de la perspectiva, hay una cierta ingenuidad de pintura antigua que da al cuadro un todo de grata armonía y que responde al propósito consciente del autor. Los planos se desdoblan como en los primitivos, como en los primitivos religiosos especialmente, yéndose a encontrar al fondo la representación dogmática de un escena real. O mejor, la explicación del dogma. Éste es, en efecto, el sentido del cuadro. Al fondo, en segundo plano, en un trazo de admirable pintura, la presencia de la Naturaleza. En el plano siguiente, un enfermo sobre una cama de operaciones. Esto es, la lucha entre la vida y la muerte. Aquí, con la ayuda de la fe, representada por una Hermana de la Caridad. Poner la vida en el camino de la Naturaleza, ¿No será esa la misión del médico?»

Retrato de Rosa Chacel de Timoteo Pérez Rubio

«Merece también nuestra atención el pintor Cristóbal Ruiz, lírico, por excelencia, entre los nuevos pintores de España. Hay en sus paisajes aquel sentimiento elegiaco de los líricos del Quinientos. Sus tintas se extienden en delicados matices hasta un horizonte lejano que la vista mal alcanza, con una espontaneidad emotiva, que es una de las mayores virtudes de su personalidad como pintor. Cristóbal Ruiz es esencialmente un pintor de paisajes. Como retratista no deja de ser un pintor de gamas dulces, y sus retratos son casi siempre un motivo episódico dentro de un paisaje que todavía está por hacer. En la escultura, fue Pérez Comendador, con su “Busto de Mujer”, que aquí se publica, quien más llamó la atención de la crítica inteligente.
Quintín de Torre, el conocido escultor vasco, confirmó, con su “Farsa”, las sólidas condiciones artísticas que ya venía demostrando a través de su obra.
José Planes, el escultor murciano, a quien ya nos referimos en las páginas de esta revista, presentó “Una danzarina Moderna”, magnífica de dinamismo y de visión actual, donde se sintetiza, en líneas finísimas, todos sus profundos conocimientos técnicos.
No debemos olvidar el nombre de Pérez Mateo, que será un gran escultor cuando desprecie ciertas preocupaciones germánicas, para las cuales no le predispuso Dios. Tampoco al escultor chileno Lorenzo Domínguez, autor de una deliciosa cabeza de mujer, que fue el mejor retrato de esta exposición.
La Medalla de Honor se le concedió, por votación entre los artistas españoles, a Joaquín Ruiz, el admirable maestro catalán, cuya obra contribuyó de manera decisiva a la visión de un nuevo paisaje que marcó época en tiempos todavía recientes».
Novais Teixeira, Lisboa 1930